Sí, he dicho en el título felicidad, esa palabra que, según el diccionario, tiene dos acepciones. La primera, "estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien" y, la segunda, "satisfacción, gusto, contento". Y a las dos conviene
el disfrute de la lectura, como todos los aficionados a ella saben e ignoran los iletrados. Éstos creen que detrás de esa palabra, felicidad, se esconde al menos el parto de los montes, las huríes del profeta y el cuponazo. Y, al fin, resulta que, como
todo lo humano, la felicidad es algo más modesto y hecho a la medida del hombre. La felicidad puede representarse, por ejemplo, en la luz de la mesilla de noche encendida y, sobre ésta, el libro que estamos leyendo y que, casi desde el principio,
nos depara tanto placer que ya andamos temiendo su final.
Porque siempre es poco y no mensurable con el reloj el tiempo que se dedica a algo que nos produce goce.
Dice Valéry Larbaud en su ensayo Ese vicio impune, la lectura: "La lectura es una especie de vicio, semejante a los hábitos a los que volvemos con un sentimiento vivo de placer, en los que nos refugiamos y aislamos, y que nos consuelan y guardan una oportunidad de revancha de nuestros pequeños sinsabores". Y añado yo que este hábito resulta aún más gustoso si lo formamos en la niñez, época en la que el lector es más activo ante el libro. Así el niño que lee La Isla del Tesoro, lee también su propia obra en colaboración con Stevenson, pues la ha enriquecido con sus experiencias, sentimientos y ensueños, añadiéndole aventuras, episodios y personajes de su propia invención. Y ese mismo lector, cuando abandone la niñez y abra otra vez las viejas páginas de La Isla del Tesoro, volverá a percibir, junto al inagotable tesoro del mundo maravilloso que allí se encierra, el violento perfume de la infancia abolida y ahora recuperada como por arte de encantamiento.
Fernando Ortiz