sábado, 24 de noviembre de 2012

domingo, 18 de noviembre de 2012

José Manuel Blecua

http://cultura.elpais.com/cultura/2012/08/11/actualidad/1344712531_692414.html



José Manuel Blecua

El director de la Real Academia Española, José Manuel Blecua, de 73 años, tenía que cruzar la ciudad de Zaragoza de lado a lado para ir a la escuela cuando los cortes de luz impedían el uso del tranvía. “El instituto era la vida o al menos la realidad. Era una mezcla muy poderosa de clases”. Estudió Filología Hispánica y durante la carrera jamás dejó de ser un niño.“Las oposiciones ya me obligaron a ser adulto”

José Manuel Blecua, director de la Real Academia de la Lengua, en una imagen de su infancia.
Conoció a la vez “la dureza de la vida” y “el encanto de vivir en libertad”, y eso supone para José Manuel Blecua, filólogo, catedrático, director de la Academia Española, la esencia de su infancia difícil, feliz e inolvidable.
Para ir al instituto, este zaragozano de 1939 tenía que cruzar la ciudad, caminando, de lado a lado; dos horas para ir, dos horas para volver, y así por la mañana, al mediodía, por la tarde, al atardecer. Su padre, José Manuel también, profesor, su maestro, los llevaba de la mano, paso a paso, cuando los cortes de luz impedían el uso del tranvía. “El tranvía era el mundo”.
En ese espacio que él asocia con la libertad de los veranos y con la dureza de los inviernos conoció también el racionamiento. “Teníamos un tío escolapio que no fumaba y todos los hombres de la familia se repartían el tabaco que él acopiaba”.
Esa inclemencia que convirtió el periodo en una especie de noche del siglo tenía muy preocupados a los adultos, “así que nosotros hacíamos lo que nos daba la gana... La anatomía de ese instante por una parte es la dureza de la vida, y por otra, la del encanto de vivir en libertad... Se podía jugar al fútbol en la calle e ir en bicicleta”. Y ese era el paraíso, “al que uno podía llegar antes que ahora”.
Zaragoza era el curso; como entonces el padre y los chicos tenían las mismas vacaciones, los Blecua se iban a Ágreda, en Soria, y ahí, en cierto modo, se hizo el filólogo. “Trillábamos, qué niño trillaría ahora, y eso me sirvió luego para mis estudios de dialectología. Lo que oía decir”. Blecua aprendió en Ágreda a nombrar las cosas del campo. “Nosotros éramos niños que sabíamos trillar, pescar cangrejos, cocinar algunas cosas o poner la rueda de un tractor. Y los niños de ciudad no sabían eso”.
Nombrar y vivir. “Vivir al aire libre era algo maravilloso, o llevar las vacas al abrevadero... Esa doble vida, la de pescar, cazar, trabajar y disfrutar del campo por el día, y la libertad de caminar por las noches bajo el cielo del verano es lo que recuerdo de ese instante”. Y ese instante se parece, del todo, al recuerdo de la infancia. José Saramago decía que uno va con el niño que fue. En la mirada de este señor que ahora viste traje oscuro, lleva camisa blanca y utiliza corbata negra también, hay algo de aquel muchacho que él trae consigo, en la foto que aporta a este relato de su propia niñez. Ese niño recuerda a su padre, para hablar de sí mismo.
“Recuerdo mucho las actitudes de mi padre con nosotros, que además éramos sus alumnos en el instituto. Nos intentaba enseñar a todos que nos teníamos que limpiar los dientes, era imprescindible que lleváramos las manos limpias, las uñas recortadas, que estuviéramos bien peinados... Cuando nos dormíamos en clase, nos castigaba a lavarnos la cara en la fuente y nos pasaba revista a las manos”.
Ahora se lava, se mira las uñas, se las recorta, se peina: delante del espejo, cada día, Blecua es el niño que su padre ayudó a hacer. “Aquel era un tiempo como el que describe Rafael Azcona en sus guiones. Pobreza, no había nada, tristeza en la calle, melancolía en las casas. Comíamos boniatos, siempre comíamos boniatos. Cuando pudo, mi padre ya no volvió a comer boniato nunca más, pero a mí me parecía una cena estupenda. Él los odió para siempre”.
Sobre las cenas y los días sobrevolaba el miedo. El miedo que implantó la dictadura, la incertidumbre atroz de una posguerra en la que se bisbiseaba la política. “El miedo era muy triste... Pero había otras cosas que nos daban una extraordinaria felicidad. El fútbol, por ejemplo. Las retransmisiones de Matías Prats. La radio fue magnífica para nosotros”.
El instituto era la vida, o al menos la realidad. “Una mezcla muy poderosa de clases; había chicos que no tenían zapatos, aunque en algunos casos sus padres tuvieran dinero en sus casas, pero iban a la escuela así. Era un pequeño cosmos que permitía elevar la anécdota a categoría y aprender a vivir sobre la marcha. Por ejemplo, era frecuente que no tuviéramos pelota para jugar al fútbol y hacíamos una de trapo, así jugábamos, aprendiendo a hacer utilidades de las carencias”.
Aprendió el mundo, que diría Juan José Millás. Pero eso no era suficiente. La imaginación fue enseguida el sustento del niño Blecua. “Éramos lectores desde muy chicos. Mi abuelo Antonio nos compraba El Coyote todas las semanas, y en los veranos descubrí las bibliotecas. Había una municipal, que llevaba don Arsenio, el maestro”. Ahí descubrió Kim de la India, de Kipling... “En casa teníamos la colección Araluce... Mary Luz Morales adaptó clásicos como Los argonautas o La Ilíada y La Odisea, ese fue el camino del conocimiento literario”.
La casa era un trasiego de maestros, entre los que destacaban Ricardo Guyón y Francisco Ynduráin
Los niños van viendo a los padres desde abajo, hasta que ya los miran a los ojos. “Cuando eran novios, mi padre era catedrático de un instituto de la República, en la comarca de Cuevas del Almanzora. El 18 de julio fue a ver a su novia a Zaragoza, ahí le sorprendió la guerra y no pudo volver a Cuevas del Almanzora. Se casaron en plena guerra, cuando mi madre tenía 21 años”. El padre era un modesto profesor de instituto, pero por su casa pasaba el mundo. Ramón J. Sender, paisano exiliado, les mandó a los chicos Blecua unos pantalones vaqueros “de los que estábamos orgullosísimos”, y la casa era un trasiego de maestros, entre los cuales fueron muy destacadas las amistades del profesor Ricardo Gullón y Francisco Ynduráin. “Teníamos un padre que viajaba mucho por el mundo, pero era un padre normal que nos llevaba al fútbol los domingos”. La madre, Irene, “era muy dulce, generosa; murió muy pronto, cuando tenía poco más de cincuenta años”.
El padre era, como el Blecua que ahora se mira en el espejo por si aquel lo fuera a revisar, un hombre trabajador y ordenado, “que iba todos los días del año a tomarse el café con los amigos del casino...”. Había boniatos, y a veces había morcillas que el padre e Ynduráin encontraban. En una de esas tiendas, el padre compró “una gabardina inmensa con la que iba a comprar el pan negro del estraperlo...”.
Hay un momento en la que ya el niño deja de serlo. Blecua tuvo ese momento. “Fue una semana en la que preparaba la reválida. Había unos temas que tenía que estudiar, entre los que se incluían algunas biografías. Ahí leí el primer artículo que recuerdo de Ildefonso Manuel Gil que no olvidaré nunca; era sobre Bécquer. Ahí me di cuenta de que el mundo del conocimiento era muy complejo, y obligaba a esforzarse mucho para tratar de dominarlo. En ese momento se terminó mi infancia. Tenía 17 años”.
Pero realmente aquel joven Blecua jamás dejó de ser un niño. Por lo menos durante la carrera. “Las oposiciones ya te obligan a ser adulto... Pero sí, es cierto, mi infancia duró mucho, porque uno en el fondo siempre es un niño, lo sabemos todos”. Trajo consigo su fotografía de niño Blecua, y ahí, si miras bien a los ojos, risueños y curiosos, rodeados de los rizos infantiles, hallas al Blecua de hoy, que acude muy pulcro y muy solemne a actividades a las que seguramente asiste con el niño que fue. Aquel niño, por cierto, comparte con él, aún, el disgusto por los horarios. Por eso es tan puntual.
En esa mirada hay una picardía que viene del abuelo paterno, Manolo, o Manolito, “era el perejil de todas las salsas, un nadador estupendo, nos enseñaba a preparar caracoles, que recogía en el cementerio de Alcolea, decía que esos eran los mejores; contaba chistes verdes divertidísimos y le gustaba ir a los cafés-cantante. Y a los treinta años decidió que ya no trabajaría nunca más”. El abuelo regentaba una pensión, y unos gritos le bastaban para ponerla en marcha. “Con el abuelo materno, Antonino, los chicos tomábamos el vermut, era el que nos compraba los tebeos”. Las abuelas vestían de negro. El otro color que también vistió aquella infancia.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Había una vez una gallina roja llamada Marcelina,

Había una vez una gallina roja llamada Marcelina, que vivía en una granja rodeada de muchos animales. Era una granja muy grande, en medio del campo. En el establo vivían las vacas y los caballos; los cerdos tenían su propia cochiquera. Había hasta un estanque con patos y un corral con muchas gallinas. Había en la granja también una familia de granjeros que cuidaba de todos los animales.
Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja, encontró un grano de trigo. Pensó que si lo sembraba crecería y después podría hacer pan para ella y todos sus amigos.
-¿Quién me ayudará a sembrar el trigo? les preguntó.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, pues lo sembraré yo, dijo la gallinita.

Y así, Marcelina sembró sola su grano de trigo con mucho cuidado. Abrió un agujerito en la tierra y lo tapó. Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró, convirtiéndose en una bonita planta.
-¿Quién me ayudará a segar el trigo? preguntó la gallinita roja.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, si no me queréis ayudar, lo segaré yo, exclamó Marcelina.

Y la gallina, con mucho esfuerzo, segó ella sola el trigo. Tuvo que cortar con su piquito uno a uno todos los tallos. Cuando acabó, habló muy cansada a sus compañeros:
-¿Quién me ayudará a trillar el trigo?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo trillaré yo.

Estaba muy enfadada con los otros animales, así que se puso ella sola a trillarlo. Lo trituró con paciencia hasta que consiguió separar el grano de la paja. Cuando acabó, volvió a preguntar:
-¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en harina?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo llevaré y lo amasaré yo, contestó Marcelina.

Y con la harina hizo una hermosa y jugosa barra de pan. Cuando la tuvo terminada, muy tranquilamente preguntó:
- Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? volvió a preguntar la gallinita roja.
-¡Yo, yo! dijo el pato.
-¡Yo, yo! dijo el gato.
-¡Yo, yo! dijo el perro.
-¡Pues NO os la comeréis ninguno de vosotros! contestó Marcelina. Me la comeré yo, con todos mis hijos. Y así lo hizo. Llamó a sus pollitos y la compartió con ellos

«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»

«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»

Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.

Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: «Pareces un pardal*».

Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.

«i Ya verás cuando vayas a la escuela»

Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua un ni jato ni jracias. «Todas las mañanas teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo**. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!» Si de verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la

*En gallego, gorrión. (N. de la T.)
**En castellano en el original.

Manuel Rivas
La lengua de las mariposas

domingo, 28 de octubre de 2012

TÉ DE LÁGRIMAS

 
 
TÉ DE LÁGRIMAS


Búho sacó una tetera del armario.
- Esta noche haré té de lágrimas - dijo -.
Puso la tetera en sus piernas.
- Ahora - dijo -, comenzaré.
Se quedó muy quieto en su silla y se puso a pensar en cosas tristes.
- Sillas con las patas rotas - dijo Búho -.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
- Canciones que no se pueden cantar - dijo Búho -, porque las letras han sido olvidadas.
Búho comenzó a llorar. Una gran lágrima rodó por su mejilla y cayó en la tetera.
- Cucharas que han caído detrás de la estufa y nunca más serán encontradas - dijo Búho -.
Más lágrimas cayeron en la tetera.
- Libros que nunca más podrán ser leídos - dijo Búho -, porque algunas páginas les han sido arrancadas.
- Relojes que se han detenido - dijo Búho -, y no hay nadie cerca para darles cuerda.
Búho estaba llorando. Grandes lagrimones caían dentro de la tetera.
- Amaneceres que nadie vio porque todo el mundo estaba durmiendo - dijo Búho sollozando -.
- Puré de patatas abandonado en un plato porque nadie quiso comérselo - dijo llorando -. Y lápices que son demasiado cortos para escribir con ellos.
Búho pensó en muchas otras cosas tristes.
Lloró y lloró.
Pronto, la tetera estuvo llena de lágrimas.
- Bueno - dijo Búho -, ¡ya estamos listos! Búho paró de llorar. Puso a hervir la tetera sobre la estufa para hacer té.
Búho se sintió contento mientras llenaba su taza.
- Está un poco salado - dijo -, pero el té de lágrimas siempre sienta muy bien.












sábado, 1 de septiembre de 2012

Ana María Machado

 http://www.imaginaria.com.ar/02/4/machado4.htm

Buenas y malas palabras en los cuentos para niños

por Ana María Machado
Por definición, literatura es el arte de las palabras. Pero pocos géneros literarios tienen lectores tan conscientes del poder mágico que poseen las palabras como la literatura infantil y juvenil. Salvo en ese género, muy raro es el lector capaz de acreditar que un conjunto de palabras tiene poderes para mover parte de una montaña, transformar una piedra en una puerta y revelar tesoros incalculables en su interior —como ocurre con el "Ábrete, Sésamo", en el cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones—. O acreditar que otra expresión pueda hacer que una olla empiece, solita, a cocinar delicias sin fuego debajo ni comida por dentro y, a pesar de eso, al fin pueda matar el hambre de multitudes e, incluso, inundar de comida todo un pueblo si alguien no logra decir las palabras exactas que hagan cesar el fenómeno.
En otro cuento, es el aprendiz de hechicero quien se ve en una situación parecida —sabe las palabras para empezar el sortilegio y no sabe qué decir para terminarlo—. En otros, son otras formas de conjuros y encantamientos, que atrapan o liberan, que hacen que una mesa se cubra de alimento, que un burro descoma monedas o que un bastón golpee a quien no sabe qué decirle. Y están las palabras mágicas de las hadas y de los magos, de las brujas y de los duendes, o sea, un inmenso repertorio de lenguaje actuante, que cambia el desarrollo mismo del cuento. Los cuentos populares están llenos de ejemplos de esa tradición, y no es por casualidad que los niños se apropiaron de ellos y los adoptaron como suyos.
Además, todo el folclore infantil, generalmente como manifestación de cultura oral pasada de una generación a otra, revela de parte de los niños una necesidad de expresar sus emociones básicas (como todo folclore, de todo grupo). Una de esas necesidades es el intento de comprender y, si es posible, controlar el mundo. O, al menos, sentirse como si uno lo controlara. Una de las maneras de hacerlo es por medio de las palabras. Por eso, para los niños, las palabras son mágicas. Como describió Martha Wolfenstein en su clásico Children's Humour.

"El niño cree que cuando aprende los nombres de las personas y las cosas, gana un poder maravilloso sobre ellas. Cuando llama a una persona por el nombre, ¿no es verdad que esa persona aparece y viene a su encuentro? Cuando dice el nombre de una cosa, ¿no se la dan inmediatamente?"
Recuérdese la opinión de filósofos y educadores, subrayando que, según el principio de que la ontogénesis repite la filogénesis, el desarrollo del niño repite las distintas etapas de la evolución humana, desde un punto en que el mundo social era muy pequeño y limitado, bastando una comunicación pre-verbal, hasta el punto en que el desarrollo del grupo social, que se apoyó en el lenguaje, traspasa los límites de la familia y comprende la tribu. Ese momento corresponde a la aparición de la literatura oral, con fórmulas encantatorias, mitos, rituales, rimas, poemas cantados, juegos con fórmulas de repetición, etcétera.
En su libro Don't Tell the Grown-Ups - Subversive Children's Literature, Alison Lurie desarrolla un poco más esa idea, y describe cómo funciona el proceso que atribuye poder mágico a la palabra. Dice ella:

"Imagínese un bebé en el punto de aprender a hablar. Toda su vida, hasta ese momento, ha sido inarticulada. Si quiere algo, lo único que pude hacer es gritar, llorar, o decir —Uh, uh, uh—. Entonces, de repente, de alguna manera, se le revela el propósito del lenguaje. Y, en seguida, después de lo que debe ser una lucha tremenda, el poder del discurso. Aunque todos hemos experimentado eso, es difícil imaginar ahora la excitación inmensa del poder que debemos haber sentido la primera vez que hemos dicho 'Mamá" o "Galleta" y hemos visto que aparecía lo que deseábamos. Sin duda, es de esa experiencia que viene el poder de las palabras mágicas y de los conjuros en los cuentos de hadas."
Estoy enteramente de acuerdo con ella. Y sabemos todos que los cuentos de hadas son los ejemplos más evidentes de esa creencia en el poder concreto (y concretizante, materializante) de las palabras excluyéndose la Biblia, por supuesto, que nos afirma que en el principio era el Verbo. Y que el Verbo era Dios.
Una de las colecciones de cuentos de hadas más celebrados, la de Perrault, incluye un cuento que ilustra como pocos ese poder de la palabra que llamé materializante, el poder de nombrar y, con eso, hacer existir. Precisamente el cuento que se llama "Las hadas" Se trata de dos hermanas, una buena y solidaria, otra mala y egoísta, a quienes les ocurren destinos contrarios según sus actitudes con una viejecita pobre que les pide agua. Lo que nos importa acá es el ejemplo de la materialización de las calidades morales de cada una: al final del cuento, por obra de la vieja (que, en realidad, era un hada), para cada palabra que dice la hermana buena, salen de su boca flores, perlas y diamantes, mientras a cada palabra de la otra hermana le sale de la boca una serpiente o un sapo. Es difícil crear una imaginería más elocuente y directa para distinguir buenas y malas palabras en un cuento para niños.
Pero, además, como las palabras se presentan con tanto poder, es inevitable que exciten la curiosidad del niño y despierten sus reflexiones sobre ellas, sus especulaciones intelectuales. Probablemente, en la raíz del descubrimiento de una voluntad (o vocación) de escribir, está esa fascinación, ese gusto por tratar a las palabras como juguetes inagotables. Por lo menos, puedo garantizar que a mí me ocurrió eso. Los críticos señalan que ésa es una de las características más salientes de mis libros, y reconozco que tienen toda razón. Escribir, para mí, es explorar palabras, antes que nada. De esa exploración nacen los personajes, los escenarios donde se mueven, las situaciones que viven. De la misma manera, los libros que más me gustan son los que tienen afinidades con esa visión.
Uno de los clásicos contemporáneos que me encanta conpletamente y no me canso de leer y releer, es Winny de Puh, del inglés A. A. Milne. Con mucha ironía, el personaje que se presenta como un Oso de Muy Poco Cerebro enfrenta a todas las palabras difíciles del mundo de los adultos, sin tenerles miedo. Así que consigue ir con su amigo Porquete a cazar un Pelifante y es capaz de tratar a las palabras de una manera muy especial. Por ejemplo, cuando su amigo líyoo pierde su rabo, el osito recurre al Búho, el "sabio" del bosque. Y éste le dice:
"—Bueno, (...) el procedimiento acostumbrado en tales casos es como sigue...
"—¿Qué quiere decir eso de Padecimiento Constipado o Talegazos? —preguntó Puh—. Yo soy un Oso de Poco Cerebro y las palabras muy largas me dan dolor de cabeza.
"—Quiere decir Lo Que Hay Que Hacer.
"—Ah, bueno, si sólo quiere decir eso, no me importa —dijo Puh humildemente.
"—Lo que hay que hacer es lo siguiente: primero llenar de afiches el Bosque y luego...
"—Un momento —dijo Puh levantando la mano—. ¿Qué has dicho de llenar el Bosque? Como has estornudado, no te he entendido bien.
"—Yo no he estornudado.
"—Sí, Búho, has estornudado.
"—Perdona, Puh, pero no es verdad. No se puede estornudar sin uno saberlo.
"—Y no se puede saber sin uno haber estornudado.
"—Lo que yo he dicho es: "Primero Llenar de Afiches el Bos..."
"—Ya has vuelto a estornudar —dijo Puh con tristeza."
En otra ocasión, hacen todos una expedición —o una expodición, como dicen— al Polo Norte, que nadie sabe dónde es, ni qué es. Hasta que, por casualidad, Puh encuentra un largo palo que utiliza para sacar del río al pobre burrito líyoo que se cayó en el agua y, después de mirarlo con atención, Christopher Robin le dice "con solemnidad".
"—Puh (...), la Expedición ha terminado. Has encontrado el Palo Norte" (1)
Todas esas situaciones están muy de acuerdo con el universo del niño, donde las palabras existen por sí mismas y desarrollan vida propia. Portada de "Palabras, palabritas y palabrotas"Cuando me pidieron que hablara hoy sobre el tema, me dijeron que era debido a mi libro Palabras, palabritas y palabrotas. (2) Un libro que, para mí, no era sobre palabras, sino sobre otras cosas. Sólo cuando ya estaba listo, y yo le buscaba un título, se me ocurrió darle ése, porque me di cuenta de la importancia que en él tenía la exploración del lenguaje. Pero, en realidad, eso no fue intencional. Y si hablo un poco ahora de cómo se fue desarrollando ese texto en mi trabajo, es para compartir con ustedes un poco de los misterios de la creación literaria.
Soy la primera de nueve hermanos. Ocho veces vi a mi mamá embarazada, preparando pañales, cuna, ropitas para alguien que iba a llegar y atraer toda su atención, como si yo no bastara. Hoy día, mis hermanos y hermanas son mis amigos más íntimos y no consigo imaginar mi vida sin ellos. Pero en algún rincón de mi memoria está el recuerdo de una mezcla de sentimientos complejos que yo tenía de esos momentos. Celos, por supuesto, antes de todo. Pero, además, hambre de más amor, miedo de perder a mi madre, una cierta vergüenza de su sexualidad evidente, culpa por no sentir el entusiasmo que debería, tanta cosa... Sin embargo, yo me sentía sola y quería amigos. Antes que naciera mi primer hermano, cuando yo tenía tres años, mi compañero de juegos era una amiga invisible —indicio de que me sentía sola— que me seguía para todas partes, con quien yo compartía todo y de quien nunca más hablé desde que mi hermano nació.
Pero a finales de los años setenta, cuando yo vivía divorciada, con mis dos hijos del primer matrimonio, y mi ex marido contó que iba a ser padre otra vez, la primer reacción de mi hijo Pedro (entonces con unos siete años) fue decir:
—Se va a llamar Cusfosfós —Cuchuflito.
Y durante meses, sólo se refería así a su futuro hermanito, imaginando varias situaciones ridículas para ese nombre ridículo. No era un amigo imaginario, sino un exorcismo. Que le sirvió muy bien, pues después que el bebé nació, se hicieron muy amigos. Pero, en la ocasión, me dejó perpleja. Yo no sabía qué hacer. Le hablaba mucho y me di cuenta de que, en realidad, esa palabra que él había inventado de un instante a otro estaba sustituyendo unas cuantas malas palabras que él quería decir, no al hermanito, sino a nosotros, adultos (padre y madre que nos divorciáramos, madrastra que desposara a su papá), pero sabía que no debía decirlas porque éramos adultos. Entonces, creó una palabra mágica, aparentemente dirigida a un futuro niño. Al mismo tiempo, decía palabrotas, o malas palabras, todo el tiempo, en todas las situaciones. Se me ocurrió hacer un cuento con eso y con el recuerdo de mis propios sentimientos de hermana en mi niñez. Por algunos meses, hablamos de todo eso —del cuento, de mí, de la niña que inventé como personaje, de las palabras tabúes—. Y, al fin, todo era motivo de risa.
Después de pasado el episodio, trabajé el texto de manera más literaria. Me encantó el juego de jamás escribir una sola mala palabra y, sin embargo, lograr que los lectores las leyeran, en un acto literario mágico, llamados a crear, a ver lo que no está. Fue divertido hacer esa experiencia. Y resultó en un cuento liberador y subversivo, como me parece que debe ser la literatura.
Porque, en realidad, toda palabra en un contexto literario puede ser mágica, romper cadenas, hacer volar. Y no hay ninguna razón para que, en cuentos para niños, uno olvide ese poder del lenguaje.

Notas
  1. De la traducción de Isabel Gortazar para Ediciones Altea, Madrid, 1985.
  2. Editado en Buenos Aires por Emecé, 1987. (Traducción de Rosa S. Corgatelli.)
Trabajo presentado en el I Congreso Latinoamericano de Literatura Infantil y Juvenil, Montevideo, Uruguay, junio de 1994.
Texto extraído, con autorización de los editores, del libro Buenas palabras, malas palabras, de Ana María Machado. Buenos Aires, Sudamericana, 1998. Colección La Llave.

jueves, 30 de agosto de 2012

Pasajero en tránsito. María Teresa Andruetto

¿Para qué escribir, para qué leer, para qué contar, para qué elegir un buen libro en medio del hambre y las calamidades?. Escribir para que lo escrito sea abrigo, espera, escucha del otro. Porque la literatura es todavía esa metáfora de la vida que sigue reuniendo a quien dice y quien escucha en un espacio común, para participar de un misterio, para hacer que nazca una historia que al menos por un
momento nos cure de palabra, recoja nuestros pedazos, acople nuestras partes dispersas, traspase nuestras zonas más inhóspitas, para decirnos que en lo oscuro también está la luz, para mostrarnos que todo en el mundo, hasta lo más miserable, tiene su destello.
Como aquel pintor de la antigua Corea, de quien se dice que pintaba árboles que los pájaros confundían con verdaderos.

Pasajero en tránsito.
María Teresa Andruetto

viernes, 24 de agosto de 2012

EL POETA Y EL MÚSICO EN LA LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

http://blogs.elespectador.com/elhilodeariadna/2012/08/20/el-poeta-y-el-m%C2%B4jusico-en-la-literatura-infantil-y-juvenil/

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elhilodeariadna

EL POETA Y EL MÚSICO EN LA LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL

Por: elhilodeariadna

juglarres
Los personajes de la literatura mal llamada infantil y juvenil, corresponden a veces a estereotipos occidentales, que de una u otra forma están tan arraigados en el imaginario de la cultura que en cierta forma nos inducen a aceptar o a rechazar a una persona que, consciente o inconscientemente, relacionamos con un personaje determinado; el caso más concreto es la bruja, y sobre el cual ya escribí un artículo que puede leerse en este blog. Es por ello que hoy haré referencia a dos personajes que a veces pasan desapercibidos en los cuentos de hadas tradicionales, pero que tienen un significado muy importante en nuestra forma de pensar y actuar, por lo cual haré un paralelo entre la literatura china y la occidental.
En la literatura infantil china encontramos dos personajes que adquieren características fantásticas: el poeta y el músico; a diferencia de la literatura occidental donde el poeta y el músico son simples mortales, en la China, por el contrario, pueden convertirse en héroes míticos, lo que les confiere el poder de la inmortalidad y de la eterna juventud:
“- Los poetas, amigo mío, no envejecemos nunca… ¿No recuerdas que nuestros maestros repetían continuamente que los antiguos poetas siguen eternamente vivos?
-Sí, lo recuerdo; pero nunca oí decir que un poeta se haya enriquecido con sus poesías, ni haya llegado a la opulencia.
Y sin embargo, yo debo mi riqueza, mi juventud y mi felicidad a una de mis poesías”. (La Reina del Lago Tung-Ting – Cuento popular chino).
En este cuento el poeta es honrado y respetado, otorgándosele el lugar que nunca debió haber perdido:
“La Reina ordenó que se celebrara un banquete en honor del huésped. Este tuvo que recitar el poema que había escrito en el pañuelo de  la princesa…”.
Esto nos recuerda la vida de las castellanas occidentales, cuando sus jóvenes admiradores, caballeros que estaban al servicio del rey o del señor del castillo, les componían versos para procurarse, por lo menos, una mirada de sus augustas señoras. Pero estos casos eran aislados, por lo general el poeta en Occidente ha sido considerado como un paria de la sociedad, como un mendigo que vaga de pueblo en pueblo en busca de su subsistencia. Al menos esa era la visión que se tenía en la antigua Grecia, como nos lo cuenta Hermann Fränkel:
“… el cantor iba de lugar en lugar. Acudía a muchas puertas extrañas sin saber si se le abrirían. Si era admitido, probablemente permanecería en el umbral, en el lugar de los mendigos, esperando la invitación para sentarse en el salón. Así vemos largo tiempo la mesa de sesiones del palacio real de Itaca por los ojos de Ulises y desde la perspectiva del umbral. En gratitud por la hospitalidad, el cantor debía plegarse a cualquier indicación del amo y sus huéspedes para divertir a los comensales” (Poesía y Filosofía de la Grecia Arcaica, de Hermann Fränkel ).
Sin embargo, el poeta o cantor, como es lógico suponerlo, debía sentirse bastante humillado, puesto que estaba consciente de su superioridad intelectual frente al rey que lo acogía en su palacio. Al igual que Ulises, los poetas eran viajeros que habían recorrido el mundo conocido hasta entonces, habiendo aprendido otras formas de pensar y de ver la realidad. Para asegurar su sustento, al menos durante unos días, era necesario que el interés de la audiencia por el tema que estaba siendo cantado no decayera, de lo contrario el poeta debía alejarse del lugar y buscar otro sitio para ser acogido. De ahí la enorme extensión de los cantos épicos y la libertad que se tenía para alterar el texto, sobre todo en la épica no escrita: interpolaciones, olvidos aparentes o recreaciones del texto anterior.
Hermann Fränkel hace alusión a un investigador bosnio de nombre Murko, quien realizó un trabajo de campo, en los albores del siglo XX, con los cantores de su tierra, habiendo descubierto que estos hombres dominaban en promedio 30 o 40 cantos, en algunos casos hasta 140. Y cada canto podía tener una duración de tres horas, llegando incluso a las 7 y 8 horas, dependiendo hasta que punto el cantor hubiera logrado captar la atención del público, podía alargar o acortar una recitación. Por lo tanto, el material siempre era reinterpretado, nunca era narrado mecánicamente. Según Fränkel los cantores homéricos actuaban de la misma forma.
En la Europa Medieval son los juglares que recorrían los feudos, cantando y contando los últimos sucesos acaecidos en remotas tierras, los que reemplazaron a los antiguos cantores helenos. Al igual que los antiguos griegos, la sociedad medieval miraba con menosprecio la actividad del juglar. No obstante, en Occitania el trovador gozó de todos los honores, ya que la reina Leonor, fiel a la memoria de su abuelo Guillermo IX, el trovador, instauró las cortes de amor, lo que muy pronto dio lugar a un género literario conocido como el amor cortés; siendo María de Francia, con sus Lais, una de sus principales representantes. Pero este caso no deja de ser la excepción que confirma la regla. Puesto que el poeta ha sido siempre visto como un paria, un pobre loco o un soñador.
Más recientemente, en el siglo XIX, los poetas fueron considerados “malditos”, como fue el caso de los poetas simbolistas: Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, o encarcelados como Verlaine. Los poetas, por salirse de todos los convencionalismos de la época victoriana, eran condenados al ostracismo social y a la vejación. La cárcel también fue el castigo social que se le impuso al novelista Oscar Wilde, cuyo único delito fue haber amado con locura a un hombre más joven que él.
Tanto los cantores griegos, como los juglares, siempre acompañaban sus narraciones épicas con música. Es el caso de “El señor de los Anillos”, donde la narración épica, hecha canción, tiene una importancia primordial. A todo lo largo de la obra se narran acciones por medio de este género literario, y las canciones más hermosas son cantadas en la lengua de los elfos, de quienes se dice que son los creadores de las palabras antiguas.
Este aspecto también lo encontramos en otro cuento chino “Los Crisantemos Verdes”. En este cuento el músico también es poeta y como los juglares europeos cumplía una doble función: entretener con hermosas canciones (poesía y música), e informar sobre los últimos acontecimientos que se habían desarrollado en algún lugar del inmenso territorio: “- Ese músico es merecedor de gran consideración”.
Este aspecto de la literatura infantil china es importante, puesto que generalmente en la literatura occidental quienes logran ser reconocidos por la sociedad, son los mercaderes, banqueros o hijos de príncipes; pero rara vez personajes de origen humilde. En cuanto a los personajes que deciden no ejercer un oficio que les procure dinero y poder, como son el ejercicio de la poesía y de la música, son prácticamente inexistentes, aunque no hay que olvidar e hermoso cuento de “El flautista de hamelín”; pero recordemos que al final, y después de haber ahogado a todas las ratas que asolaban el pueblo, el flautista terminó por llevarse a los niños, como represalia por no haber sido pagado por su trabajo. Es decir, se le desconoció el trabajo realizado, ya que los personajes del pueblo no reconocieron su oficio de músico, más bien lo equipararon a un vago, léase un paria de la sociedad; contrario al imaginario chino, donde el poeta y el músico gozan de prestigio y respeto.

domingo, 19 de agosto de 2012

CERVANTESVIRTUAL

http://blog.cervantesvirtual.com/

sábado, 18 de agosto de 2012

El futuro del mundo

El futuro del mundo pende del aliento de los niños que van a la escuela.


El Talmud

miércoles, 1 de agosto de 2012

Despacito y con buena letra

Despacito y con buena letra

Las nuevas tecnologías han desterrado la caligrafía

Ya apenas se escribe a mano un apunte, una firma bancaria

Pero la escuela garantiza su supervivencia

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Es importante escribir a mano en las primeras fases de la edad. / SANTI BURGOS
Los alemanes dieron el grito de alarma: la caligrafía que alimentó la poesía de Rilke perece a mano de los ordenadores y los teléfonos inteligentes. Un estudio que citaba el diario Bild afirmaba que “uno de cada tres adultos no ha escrito nada a mano en los últimos seis meses”. A la pereza manual contribuye que un 79% de los hogares alemanes dispone de ordenador y que la venta de móviles ya es una estadística imparable.
Escribir a mano es bueno para el cerebro, dicen los expertos. En medio de aquella alarma alemana, un eminente psiquiatra, Manfred Pitzer, comentó que “la escritura es fundamental para fomentar la coordinación y las habilidades manuales”. Y su ejercicio periódico resulta esencial para la actividad cerebral.
Al tiempo que se producía esa alarma en Alemania, un periodista, Luis Martín, de EL PAÍS, realizaba una curiosa encuesta entre los seleccionados españoles que disputaban la Eurocopa. Entre las preguntas, Martín inquiría a cada uno de los futbolistas qué tal andaban de caligrafía. Extrañaba la pregunta, en un universo que cada vez se aleja más de la escritura básica, sustituida en todo el mundo por la amañada perfección de la industria. Luis incluyó esa pregunta en su excéntrico cuestionario porque su abuelo, el zapatero José Martín Díaz de Losada, solía decirle: “Tú que tienes buena letra, vete a comprar el vino”.
Según un estudio, 
uno de cada tres 
adultos no ha cogido un lápiz en seis meses
Todos los seleccionados serían capaces, a los ojos de este abuelo, de ir a comprar el vino. El periodista, que cubre el Barça, da fe. “Iniesta tiene una letra de trazo largo, como su juego, escribe bien... Xavi tiene una letra redondita, buenísima. Pedrito es muy legible, su letra es chiquita. Y la de Piqué es alargada, como él”.
Fuera del fútbol, ¿hay motivo para alarmarse en España? ¿Estamos aquí tan secuestrados por los ordenadores como para decir que la caligrafía se muere? José Manuel Pérez Carrera, catedrático de instituto, fundador de la Asociación de Profesores de Español, apacigua las alarmas. Los niños siguen practicando la escritura a mano en las escuelas y no es cierto que todo esté dominado por el lenguaje sincopado de la red digital y los móviles. Los adolescentes que ya han accedido a esos instrumentos “aprendieron a escribir de pequeños”.
Cuando los chicos empiezan a escribir en ordenadores o en móviles “ya tienen 12 años y dominan la escritura; así que cuando tienen que hacer un examen procuran una escritura legible. El que aprendió bien a escribir sigue escribiendo bien”.
Esta práctica fomenta la coordinación y las habilidades manuales
¿Así que no hay riesgo de que la caligrafía descarrile? “El ordenador es una tentación muy grande; te permite corregir automáticamente y te produce la sensación de que está bien lo que has hecho. Pero la caligrafía es, para los adultos, un signo de distinción; es como la presentación de tu personalidad”.
Pero sí se pierde la escritura a mano, aunque cuando se ejerza sea legible e incluso elegante. “Ahora han venido mis nietos de un campamento de inglés”, dice Pérez Carrera, “y me han contado que en ese sitio solo se recibió una carta manuscrita en 15 días. Y fue una carta de la bisabuela de mis nietos. Cincuenta chicos, ni una carta”.
La escritura era el espejo del alma. Y es el reflejo de la personalidad, dice el académico Francisco Rico, que ha buceado en la caligrafía de Cervantes o de Petrarca. “Pero no es tan significativa, no te creas. Hay grupos que escriben con la misma letra que aprendieron juntos en el colegio. Yo he podido recibir cartas que he atribuido a mi mujer pero que era de otra porque todas las que estudiaron en el Sagrado Corazón de Jesús tienen la misma caligrafía”. En los tiempos de la escritura tecnológica, por otra parte, se pierde la necesidad de la mano y esta puede ser cada vez más torpe, concede el profesor Rico. “Yo empiezo a no saber escribir o escribir cada vez peor materialmente”.

Un amanuense de metáforas

ANTÓN CASTRO
La caligrafía es la búsqueda de la belleza a través de la expresión escrita. La caligrafía se hace con lentitud, con voluntad de perfección, con concentración y con un afán estético. En la escritura caligráfica uno quiere dar lo mejor de sí mismo con plena conciencia. Y se hace con una especial delectación: el calígrafo (y todos somos calígrafos de alguna manera en algún momento de nuestra vida) disfruta, percibe una sensación placentera en esa relación entre la mano, el papel, la tinta y lo que se quiere decir. El calígrafo, por ese acto de suprema concentración o abstracción, reflexiona, ordena el pensamiento, se ofrece al otro: a quien le vaya a leer.
Desde muy joven me he sentido seducido por la caligrafía de algunos escritores: los poemas de Neruda y sus cartas de amor a Albertina Azócar, la caligrafía tan particular y arborescente de Juan Ramón Jiménez y de Cela (conservo fragmentos de La familia de Pascual Duarte), las cartas de Vicente Aleixandre a los poetas aragoneses. Y digo a los poetas aragoneses porque las vi, las leí, las acaricié: a Luciano Gracia, a Julio Antonio Gómez, a José Antonio Labordeta, a Miguel Labordeta, a Guillermo Gúdel... Aleixandre expresó hace años algo que siempre había intuido: se había quedado ciego, poco después del Nobel, y dijo que no podía escribir poesía porque el verso también le brotaba de la relación que se establecía en su mente y en su cuerpo entre la mano que acaricia el papel, el bolígrafo y el cuaderno, algo que ya no podía hacer y que por eso, por esa falta de contacto físico y de percepción de la caligrafía por la ceguera, ni podía escribir ni podía soñar poemas.
Una de las cosas que hago con más cariño y lentitud por lo regular es la dedicatoria de los libros. Busco mi mejor caligrafía, y eso quiere decir mi máxima paciencia también, pienso en el otro, pienso en cómo es y pienso en qué mensaje quiero dejarle ahí para siempre. Y en ese instante, tengo la sensación de que soy un calígrafo que sueña, que envía una carta especial, que fija un discurso de pensamiento y de imágenes. Asocio la caligrafía a la beldad, a la claridad, al amor a las pequeñas cosas, a la artesanía. El calígrafo es un amanuense de metáforas.
Antón Castro es poeta y periodista.
La caligrafía queda más reservada a borradores, notas, apuntes, “una obra literaria se pasa directamente al ordenador”. La caligrafía se usa, denuncia el estudioso del Quijote, “para firmar cheques y tarjetas de crédito, así que es evidente la decadencia de la caligrafía, algo que supone en cierto modo una difuminación de la identidad”. Su colega, el también académico Salvador Gutiérrez, ve síntomas de descuido. “Estamos sustituyendo la escritura manual por el dedo pulgar. ¿Las consecuencias? No son previsibles. Lo importante es que se siga usando la mano en las primeras fases de la edad. Lo cierto es que la buena caligrafía refleja orden, y no solo en la escritura, sino orden para resolver los problemas de la vida. Una buena escritura manual augura un mejor porvenir. Y por supuesto el orden de la escritura evita el caos. La caligrafía es el orden en la página, la letra triunfa en la lucha entre el orden y el caos”.
Frente a esa decadencia surge con fuerza la tipografía; “las fuentes tipográficas suplen con su diversidad el uso de una determinada caligrafía”. Rico se distingue por el uso de la Courier, y explica con un chiste su desdén por la Tahoma: “Llega la Tahoma a un bar, y le dice el camarero: ‘Aquí no servimos a tipos como usted...”.
Pero la caligrafía sobrevivirá, al menos como memoria, “porque siempre se aprenderá a leer y a escribir con lo manual”.
Decían los viejos que despacio se escribe la buena letra. El refrán ya sirve para el pasado. Pero el diseñador Manuel Estrada cree que habrá una resurrección de la caligrafía. “Ahora parece que si no abrevias no estás en la modernidad. Y volverá la escritura a mano como expresión de la personalidad. Produce placer y comunica quién eres. Yo no dejo de escribir a mano. Todos aprendemos a dibujar, y el dibujo es escritura. Si no sabes escribir no sabes dibujar, y las conexiones neuronales reclaman el uso de la mano para dibujar, para escribir, para pensar. Que una civilización pierda la capacidad de escribir a mano no es un signo de modernidad sino de decadencia”.
La escritura es una obra de arte, dice el pintor José Luis Fajardo, que usa la palabra en muchos de sus cuadros. Como Cy Twombly, como Manolo Millares... “Cuando surgió el invento de Gutenberg se dijo que la caligrafía iba a morir, y mira cómo sigue, tan campante. No tienes sino que ver a los grafiteros...”.
La escritura manual distingue a la gente, como su palabra o como su ropa. Salvador Espriu, cuenta su editor, Josep Maria Castellet, “era meticuloso, limpio, iba bien vestido, con las uñas arregladas, con corbata... Así eran los textos que entregaba, pulcros y definitivos. Los de Castilla del Pino eran igualmente pulcros, con una letra minúscula que teníamos que leer con lupa... Josep Pla escribía en sus cuadernos como si fuera árabe, empezando desde atrás, una letra pequeña, siempre con estilográfica. Pla era Pla también en esa manera de escribir”.
El que aprendió bien 
a escribir, sigue escribiendo bien”
Josefina Martínez, la viuda de Emilio Alarcos, el poeta, profesor y académico, presentó recientemente en la UIMP, en Santander, una joya caligráfica de su marido. Notas inéditas al Cancionero inédito de A. S. Navarro. Eran poemas escritos por un supuesto escritor que él mismo criticaba con humor y audacia. Fue escribiendo el cuaderno, siempre con la misma letra, minúscula pero muy legible, desde 1940 a 1946. Ella conoció el cuaderno en 1969, cuando era su alumna. El cuadernito, pulcro e íntimo como una colección privada, ahora es un facsímil, que la editorial Visor ha acompañado con la transcripción del poemario y las suculentas reflexiones de Alarcos, en una edición preparada por José Luis García Martín. “Lo extraordinario es que él, que murió en 1998, a los 75 años, conservó siempre esa letra, una letra muy madura de alguien que la había adiestrado desde párvulo. Hermosa, clara, de una persona que no tenía dobleces. Con los márgenes cuidados, reflejo de un orden mental perfecto y transparente”.
Así era José Saramago, el Nobel portugués, como autor de manuscritos. Él escribió a finales de los años setenta un libro, Manual de pintura y caligrafía, que tiene una curiosa historia escolar. La cuenta su viuda, Pilar del Río: “Tanto él como su editorial portuguesa se sorprendieron por el volumen de libros solicitados por países africanos (Angola, Mozambique) de un autor entonces desconocido. ¡Los libros habían sido repartidos por escuelas como cuadernos de aprendizaje de la buena letra!”.
La caligrafía es espejo del alma y reflejo 
de la personalidad”
En realidad, la historia de ese Manual es la de un pintor mediocre “que descubre que necesita palabras para llegar adonde no llega con la pintura...”. Él tenía muy buena letra, por cierto. “Era una letra cuidada, redonda, legible, perfecta: cuidar el diseño de las letras era tal vez el primer paso para cuidar las palabras, la expresión de las ideas”.
Es lo que piensa Andrés Trapiello, escritor y bibliógrafo, que mira entre las letras para descubrir tesoros. “En escribir”, dice, “hay algo de musical. Sobre el teclado, parecemos un pájaro carpintero, percutiendo las letras; con la pluma, el boli o el lápiz, parece que el papel respirase, se le oye como un aliento”. Como editor que ha sido ha visto de todo. ¿Cuenta tanto la escritura de un manuscrito a la hora de empezar a evaluarlo? “El secreto de todo, a mi modo de ver, es no afectarse: ni presumir de desaliñado, ni de pendolista. Aunque, qué duda cabe, nuestra letra dice mucho de cada uno de nosotros, pero a menudo engaña. Así que es mejor no sacar conclusiones, como tampoco de los zapatos que llevamos puestos. Nuestra letra es como los zapatos, lo importante es que sean cómodos y nos lleven lejos. Si pueden ser bonitos y estar limpios además, mejor; pero si no, tampoco importa. Y, por cierto, la letra, como los zapatos, acaba llenándose de bultos, ¿y por eso vamos a cambiarla, cuando más cómoda nos resulta?”.
Trapiello cree que “importa el pie, no el zapato, y el espíritu de la letra, no la letra”.
Nabokov veía en las letras colores diferentes. Ahora la escritura avanza hacia la igualación; el cerebro se queja, dicen los expertos, porque se ha adiestrado en recibir mensajes de la mano cuando esta avanza en silencio sobre el papel. Pero no hay que preocuparse, dice Rico. “Siempre veremos a Cristo escribiendo con el dedo sobre la arena. Esa escritura manual es insustituible y lo será siempre. Y la seguirán aprendiendo los chicos en la escuela”. Ya no se borra.

domingo, 29 de julio de 2012

Los mejores materiales para enseñar a leer y a escribir son los que circulan en el entorno donde viven los niños.

8. Utiliza los materiales escritos del entorno
Los mejores materiales para enseñar a leer y a escribir son los que circulan en el
entorno donde viven los niños. El envoltorio de la chocolatina, los carteles de las
tiendas, los rótulos de las calles, las señales de tráfico, las letras de la bolsa de las
patatas fritas, la marca del coche, los cuentos de todo tipo, el periódico, el propio
nombre o el juego del ordenador son los mejores materiales para que el niño se
interese por el funcionamiento de nuestro sistema de escritura. Ello nos lleva a
considerar que el niño entra en contacto con variadas tipografías (letras mayúsculas
y minúsculas), y con todo tipo de soportes, tal y como es la realidad de su medio.
Para escribir conviene propiciar, en el inicio, el uso de las letras mayúsculas de
imprenta, para facilitar el reconocimiento de cada unidad, su reproducción e invitar
a los aprendices a experimentar con ellas de manera autónoma. Sin embargo, para
leer valoramos la convivencia desde el inicio de distintas tipografías, porque, además
del reconocimiento de las letras, enseñamos a servirnos del contexto para anticipar,
descubrir la relación entre letras y sonidos y comprender.

http://familias.leer.es/files/2009/05/familias_leeryescribir_10ideas_montsefons_1671.pdf

sábado, 2 de junio de 2012

Un día de marzo, la primera novela de Elvira Navarro llegó a manos de Enrique Vila-Matas, y este le dio ese empujón que necesitan quienes dudan de su oficio. En una de sus columnas semanales, dijo: "La ciudad en invierno tiene una estructura peculiar, como si Satie estuviera el piano [...] da la impresión de estar dando vueltas detrás de un desvarío tan implacable y subversivo como aterrador. De la mano de su pérfida protagonista, Elvira Navarro lo altera todo y desplaza la normalidad hacia una inédita boñiga general". La escritora y la estructura. También hubo quien la acusó de fragmentaria. Ella dice: "¿Qué más da? ¿A quién le importa? Lo interesante es romper con los parámetros".
Era 2007 y aquella novelista, nacida en Huelva y acostumbrada a la huida perpetua, vivía becada en la Residencia de Estudiantes de Madrid, no tanto por el romanticismo de quienes habitaron entre sus muros, sino por una simple "cuestión de supervivencia": "Era una vida curiosa, casi monacal. Me permitió dedicarme todos los días a escribir y leer". Entró habiendo escrito un relato (con el que ganó el Certamen de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid) y salió de allí con una novela editada en Caballo de Troya y otra en estado avanzado de composición. Esta última, La ciudad feliz (Mondadori), la publicó en 2009 y con ella le concedieron el premio Jaén de Novela.
El gran salto lo dio poco después, sin quererlo ella, cuando fue incluida en un número especial de la revista literaria Granta, entre los 22 mejores narradores en lengua española menores de 35 años. Eso ocurrió el año pasado. Entre tanto, se dedicó a trabajar en editoriales, para seguir sobreviviendo y escribiendo; hizo correcciones en papel, correcciones en pantalla, de lectora y de redactora de contracubiertas. Luego se postuló como profesora de un taller de escritura creativa en la librería Fuentetaja y últimamente imparte cinco talleres semanales, e incluso se presta como tutora personal para aquellos que buscan pulir sus escritos. Según cuenta, aprendió a leer la última de la clase, pero se enamoró de las palabras con el libro Patatita, de El Barco de Vapor. E igual que en la vida, cuenta, con la novela que teclea estos días abandona el universo adolescente que empapaba sus dos primeras obras, y se adentra en "la soledad, el trabajo y la enfermedad de los adultos". En 2012 publicará un relato en formato digital (en www.sigueleyendo.es). En 2013, su tercera novela.
ELVIRA NAVARRO

 http://elpais.com/diario/2011/12/18/eps/1324193216_850215.html

domingo, 27 de mayo de 2012

El influjo hipnótico de Tagore

Cultura / ABC CULTURAL / LIBROS

El influjo hipnótico de Tagore

Famoso por sus proverbios, admirado por sus poemas, la estela de Tagore, cuyo 150 aniversario se celebra ahora, nunca ha cesado. De Oriente a Occidente

Día 30/04/2011 - 05.18h
El influjo hipnótico de Tagore
Rabindranath Tagore (Calcuta, 7 de mayo de 1861-Santiniketan, 7 de agosto de 1941) ocupa un lugar decisivo en la cultura bengalí de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Fue poeta, músico, filósofo, autor teatral, pintor: un espíritu creador y reformador que convivió de manera crítica con el auge del nacionalismo hindú. En realidad, fue crítico con la exaltación del nacionalismo en cualquier país, en cuya manifestación detectó uno de los peores males de su tiempo, opuesto al universalismo al que aspiraba.
Sin dejar de ser hindú, fue cosmopolita en el sentido en que buscó el diálogo entre las culturas. Al igual que Gandhi, se opuso al determinismo de las castas; pero, a diferencia del gran líder hindú, estuvo lejos de profesar desdén u odio por la cultura occidental. Estaba a favor de la independencia de su pueblo, pero eso no le llevó a infravalorar la cultura inglesa; todo lo contrario: amaba a Shakespeare, a los poetas románticos y el liberalismo inglés. Fue un pacifista y odió toda violencia. Eso le emparentó con Tolstói y con Romain Rolland. No fue un santón, ni héroe ni mártir; no fue un asceta ni promulgó el tradicionalismo religioso y sus costumbres, así que su lugar es ambiguo en un mundo lleno de extremos. Buscó la simplicidad y la moderación.
Nacido en el seno de una familia rica e instruida de Calcuta, Tagore fue el menor de catorce hermanos. En Mis recuerdos (DeBolsillo) cuenta su iniciación a la música y a la poesía, también a los misterios de la naturaleza y del entorno en el que creció. Aunque perdió a su madre cuando era pequeño, apenas si se vislumbran dramas. A su padre lo trató cuando ya era un muchacho, pero fue una presencia positiva. Hombre contemplativo y reflexivo, crítico con muchos aspectos del hinduismo, de él aprendió Tagore que la educación no consiste en juzgar, sino en permitir que fluya y se haga cargo de sí misma. «Es el maestro más que el pupilo quien tiene que evitar comportarse de manera incorrecta», escribió el poeta. Al igual que Tolstói, dedicó muchos años de trabajo y dinero a la educación, creando la escuela de Shantiniketan, en Bengala, donde años más tarde estudiaría Amartya Sen, quien ha escrito esta bella definición de Rabindranath: «En la soberanía del razonamiento, del razonamiento sin miedo y en libertad, es donde podemos encontrar su voz más perdurable».

Su obra llega a Europa

Tagore viajó a Inglaterra en 1887, donde estudió durante un año. Poco después, en 1883, se casó con una niña de diez años, con la que tuvo cinco hijos, varios de los cuales murieron pronto –ella falleció en 1902–. Tagore no se volvió a casar, pero no renunció al amor. Su tarea creativa fue incesante, y en 1912 despertó en Europa el interés por sus obras, especialmente en Yeats, que colaboró en la traducción de Gitanjali, cuya primera edición inglesa lleva un elogioso prólogo del gran lírico irlandés. Por este libro Tagore recibió el Premio Nobel de Literatura en 1913. Otro de sus admiradores tempranos fue Ezra Pound, aunque más tarde llegó a detestarlo. Fue notable su influencia en el primer Neruda.
Entre nosotros, hay que mencionar las numerosas y bellas traducciones que Juan Ramón Jiménez llevó a cabo, en colaboración con su mujer, Zenobia Camprubí. Traducciones de traducciones del bengalí, probablemente no sean muy fieles, pero hay una cierta afinidad en la sensibilidad de ambos autores. La poesía, decía Paz, es lo más universal y lo más intraducible. Mucho después, en los años 60, numerosos versos fueron vertidos al ruso por Anna Ajmatóva.
Tagore renovó la poesía y la prosa bengalíes: tanto La casa y el mundo como Gora, una juventud en la India (Akal) son una buena muestra de cierto tono resuelto, sin perder la resonancia espiritual. En 1924, mientras viajaba por Hispanoamérica, enfermó y fue hospedado durante dos meses en la quinta Miralrío, propiedad de Victoria Ocampo. Algo pasó entre ellos; probablemente Victoria se enamoró de él, aunque Tagore mantuvo cierta distancia física. La amistad, de la cual hay una amplia correspondencia, continuó hasta la muerte del escritor. Durante esa estancia escribió el poemario Purabi, dedicado a la autora argentina. En relación a nosotros, debemos recordar su crítica a los políticos ingleses, que se «apresuraron a aceptar la destrucción de la República Española», al tiempo que elogió a los voluntarios británicos que dieron su vida por España.

Unidad en la diversidad

Tagore escribió también ensayos, regidos por la idea (que también es un sentimiento) de la «unidad en la diversidad». No cerró los ojos ante la ciencia y la tecnología, aunque puso el acento en el progreso moral de la humanidad. Trató de favorecer esta diversidad en su propio mundo bengalí, en el que confluyen las culturas hindú, mahometana y británica. Esto es lo que dice su personaje Gora, sin duda coincidiendo con el autor: «Ya no hay en mí lucha entre hindúes, mahometanos y cristianos. Hoy toda casta de la India es mi casta y la comida de todos es mi comida».
No aceptó la economía de la rueca (la charka), el rechazo de los intercambios culturales ni el odio de Gandhi a la democracia occidental. Gandhi pensaba, a su vez, que Tagore debía también tejer. Los dos se admiraban, pero no pensaban en la misma India ni en el mismo mundo político. Tagore era religioso, mas no sectario, y profesó una activa reticencia ante el irracionalismo del hinduismo. Se opuso al apego excesivo al pasado en lo religioso y en lo histórico, y rechazó el legendario modelo social de las castas, ajeno a sus aspiraciones morales. Quiso favorecer la dignidad en las relaciones humanas y procuró no olvidar las lecciones de generosidad del liberalismo ilustrado inglés.
¿Qué nos queda hoy de su obra y de su vida? Por un lado, un ejemplo de moderación no basado en la indiferencia sino en una pasión integradora; el rechazo del nacionalismo como un dios déspota; su amor a la naturaleza, y algo que es más difícil de nombrar: una sensibilidad.