El Principito, más que belleza pura
Cecilia Velasco
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Escrito en 1943, durante la estancia de Antoine de Saint Exupèry en Nueva York, El Principito es el último libro editado en vida del autor nacido en Francia en 1900, y es casi emblemático de su pensamiento. Como artista, Exupéry no compartía el espíritu lúdico de sus contemporáneos surrealistas, pues pensaba que el juego sin reglas pierde sentido. La libertad limitada da paso al sentido de la responsabilidad y a salir de uno mismo; a su vez, no es posible involucrarse con algo o alguien sin conocerlo profunda y verdaderamente.
Las experiencias vitales del autor, quien murió en una misión para los aliados durante la II Guerra Mundial, sin que su cuerpo fuera encontrado jamás -¿quiso volver a estrechar entre los brazos a su joven amigo?- le hicieron sentir la importancia de obedecer consignas, cuyo cumplimiento garantiza la vida de todos los compañeros. La impronta del humanismo en su obra se expresa en el homenaje a la sensibilidad de los seres humanos y su capacidad para el compromiso y la solidaridad radical. El hombre no es rey en la Naturaleza, sino un hermano capaz de domesticar y dejarse domesticar por zorros y rosas.
El personaje infantil de El Principito proviene de un planeta mínimo, remoto para la conciencia científica y, en tal sentido, podría ser juzgado como un auténtico extraño, un extraterrestre; sin embargo, según nos lo cuenta él mismo, en el planeta del que proviene habitan iguales seres a los de la Tierra, si bien allá son ejemplares excepcionales, como la rosa, o peligrosos, como el baobab, que también se cultiva en África y otros continentes, y cuyas raíces se extienden en un diámetro enorme. En ese sentido, el Principito es un congénere cósmico, fascinado por las mismas cosas que han cautivado a los habitantes de este planeta, como la rosa, marcada por la fugacidad y armada de indefensas espinas.
En la obra del francés que murió hace 65 años, la rosa encarna la belleza natural y espontánea, y su existencia es válida en sí misma, porque perfuma y hace hermoso el lugar. Como en una fábula, en la novela de SaintExupéry aparece personificada: mimada y caprichosa, oculta su ternura detrás de frases que la muestran arrogante. Así, esta flor tan alegórica simboliza cierto ámbito de lo femenino, capaz de herir con su orgullo, su soberbia, sus palabras ofensivas…El Principito decide abandonar su hogar, su patria, al sentirse decepcionado amorosamente por su rosa.
Tras la partida, nuestro personaje visitará distintos planetas, todos muy pequeños. En ellos, habitan sujetos solitarios que buscan a otros para ejercer su cuota de poder. Al llegar al desierto del planeta Tierra, se encuentra con una plantación de cientos de rosas. Ahí se da cuenta de la pequeñez del planeta del que viene, y es capaz de comprender el sentido del orgullo de su rosa, que antes le había resultado tonto. Descubre la humillación al compararse con otros y percibir la ausencia de exclusividad. Los volcanes de su lugar de origen, las cosas que le asombraban o arrobaban, resultan ahora insignificantes.
Ilustración de Antoine de Saint-Exupèry
Es el zorro quien enseña al Principito el sentido y la importancia del verbo domesticar (DRAE: reducir al animal fiero y salvaje, acercar al otro a la casa de uno). Domesticar y, luego, ser "dueño" de aquel a quien hemos reducido, implica amar, crear vínculos, prestar utilidad. Amar, a su vez, supone hacerse cargo del otro. A través de la domesticación, se recupera la originalidad y la exclusividad, anuladas cuando todos nos sentimos idénticos. Domesticar, crear vínculos, hacer amigos siempre nos enriquece, aunque luego lloremos las pérdidas.
En la Tierra tiene lugar el encuentro del niño de cabellos dorados con la serpiente, cuyo poder es verdadero, pues puede ocasionar la muerte. La serpiente es sabia, se sabe distinta de los hombres, entre los que reina la soledad, y siente lástima por el Principito, puro y solo, arrojado en medio de la Tierra adversa. El mundo natural aparece para el personaje como un misterio repleto de belleza, posibilidades, dolor y poder, pero este es, en sí mismo, aburrido; lo son las rutinas de la cacería o la lucha milenaria entre rosas y ovejas, cazadores y zorros. Se requiere un diálogo con los seres humanos, una mirada humana, para que lo natural complete su sentido. Así como el lenguaje, producto humano, es fruto de equívocos –la rosa hería con sus palabras-, así mismo, es innegable que las elaboraciones humanas como la cultura y los ritos son significativas y otorgan felicidad.
Al tomar conciencia, en la Tierra, del ser efímero de la rosa, el Principito se siente arrepentido de haberla dejado porque, además, asume que ella es frágil para defenderse. Tras ver cientos de rosas bellas y perfumadas, constata que no era existir y perfumar lo que otorgaba importancia a su rosa, sino que fue la relación entre los dos lo que tenía valor. Mientras, en el pasado, los sentidos se complacían en la belleza y eso bastaba, hoy descubre que lo verdaderamente importante es invisible y que sólo se ve con el corazón. Es lo que uno hace por amor y responsabilidad con el otro lo que vale. Lo natural puro, en cierto sentido, pierde su valor intrínseco. En el desierto, ayuda a su reciente amigo, el piloto accidentado, a encontrar agua. Se radicaliza el planteamiento de que todo guarda un secreto bello, incluso el desierto, en cuyas entrañas duerme un pozo.
Al final, el cuerpo joven del Principito está extenuado; tan poco ávido por la comida o la bebida, padece un estado extremo en tránsito hacia la muerte, y declara que sus músculos y carne son sólo una corteza. El fulgor de la rosa se había quedado en él como una imagen tenue pero brillante que lo asemejaba a una lámpara, susceptible de ser apagada. Por su parte, el piloto, el hombre adulto que había sido expulsado a golpes de los reinos de la niñez, ha sido domesticado por el Principito, y teme ese instante atroz de la despedida. A su modo, este ser milagroso era una rosa, debido a su naturaleza bella y elegante.
El Principito promete volver a una de las estrellas del firmamento, desde donde había emprendido viaje, y para eso debe "destruir" el cuerpo, que resulta demasiado pesado para la travesía. Antes, ha bebido un poco de agua, la misma con la que, hace mucho, regó a su rosa, la misma que cantará en las estrellas, convertidas en pozos, y es la serpiente amenazante, que se parece ahora a "un chorro de agua que muere", la que prestará sus servicios para acelerar el viaje de vuelta al infinito.
En las últimas páginas de la novela, el Principito adquiere muchos rasgos parecidos a los de una víctima propiciatoria, pues en cierto modo debe morir para regresar a proteger a su rosa. Su tono: "Tengo sed de esta agua, dame de beber" nos recuerda al del Jesús de los Evangelios: "La mujer le dijo: ´¡Señor, dame de esa agua´" (Juan, 4-15). Igualmente, con valor y conciencia de lo que le espera, varias veces pide a su amigo no sufrir ni creer que estará muerto, como hacía Jesús con sus apóstoles, si bien, los dos sufren intensamente. “Y llevó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir temor y angustia. Entonces les dijo: ´Siento en mi alma una tristeza mortal´” (Marcos, 14-33). “Y se quedó callado porque lloraba. –Es aquí, déjame seguir solo… Y se sentó, porque tenia miedo” (El Principito, p. 90).
Al finalizar la obra, el aviador ha sido tomado por completo por las ideas del Principito, y su perspectiva del cosmos es diferente, pues sabe que el rumbo de la vida cambiará si la oveja logra burlar la vigilancia y devora a la rosa, lo que trae consigo la tragedia, o si este hecho, que deviene fundamental, no ocurre. El ser que apareció un día milagrosamente desaparece, asciende al cielo en cuerpo y alma en “el paisaje más bello y triste de la Tierra”.
Cecilia Velasco escritora, editora de revistas culturales y educadora ecuatoriana.Gganó el Premio Norma de Literatura Infantil y Juvenil Latinoamericana 2010 con su obra Tony. Ha publicado también Selva de pájaros (Alfaguara, Quito, 2010).
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