"O amor pela leitura é algo que se aprende mas não se ensina. Da mesma forma que ninguém nos pode obrigar a enamorar-nos, ninguém nos pode obrigar a amar um livro. São coisas que ocorrem por razões misteriosas, mas estou convencido que há um livro que espera por cada um de nós. Em algum lugar da biblioteca há uma página que foi escrita somente para nós" (Alberto Manguel) —
sábado, 24 de noviembre de 2012
domingo, 18 de noviembre de 2012
José Manuel Blecua
http://cultura.elpais.com/cultura/2012/08/11/actualidad/1344712531_692414.html
José Manuel Blecua
El director de la Real Academia Española, José Manuel Blecua, de 73 años, tenía que cruzar la ciudad de Zaragoza de lado a lado para ir a la escuela cuando los cortes de luz impedían el uso del tranvía. “El instituto era la vida o al menos la realidad. Era una mezcla muy poderosa de clases”. Estudió Filología Hispánica y durante la carrera jamás dejó de ser un niño.“Las oposiciones ya me obligaron a ser adulto”
Conoció a la vez “la dureza de la vida” y “el encanto de vivir en
libertad”, y eso supone para José Manuel Blecua, filólogo, catedrático, director de la Academia Española, la esencia de su infancia difícil, feliz e inolvidable.
Para ir al instituto, este zaragozano de 1939 tenía que cruzar la ciudad, caminando, de lado a lado; dos horas para ir, dos horas para volver, y así por la mañana, al mediodía, por la tarde, al atardecer. Su padre, José Manuel también, profesor, su maestro, los llevaba de la mano, paso a paso, cuando los cortes de luz impedían el uso del tranvía. “El tranvía era el mundo”.
En ese espacio que él asocia con la libertad de los veranos y con la dureza de los inviernos conoció también el racionamiento. “Teníamos un tío escolapio que no fumaba y todos los hombres de la familia se repartían el tabaco que él acopiaba”.
Esa inclemencia que convirtió el periodo en una especie de noche del siglo tenía muy preocupados a los adultos, “así que nosotros hacíamos lo que nos daba la gana... La anatomía de ese instante por una parte es la dureza de la vida, y por otra, la del encanto de vivir en libertad... Se podía jugar al fútbol en la calle e ir en bicicleta”. Y ese era el paraíso, “al que uno podía llegar antes que ahora”.
Zaragoza era el curso; como entonces el padre y los chicos tenían las mismas vacaciones, los Blecua se iban a Ágreda, en Soria, y ahí, en cierto modo, se hizo el filólogo. “Trillábamos, qué niño trillaría ahora, y eso me sirvió luego para mis estudios de dialectología. Lo que oía decir”. Blecua aprendió en Ágreda a nombrar las cosas del campo. “Nosotros éramos niños que sabíamos trillar, pescar cangrejos, cocinar algunas cosas o poner la rueda de un tractor. Y los niños de ciudad no sabían eso”.
Nombrar y vivir. “Vivir al aire libre era algo maravilloso, o llevar las vacas al abrevadero... Esa doble vida, la de pescar, cazar, trabajar y disfrutar del campo por el día, y la libertad de caminar por las noches bajo el cielo del verano es lo que recuerdo de ese instante”. Y ese instante se parece, del todo, al recuerdo de la infancia. José Saramago decía que uno va con el niño que fue. En la mirada de este señor que ahora viste traje oscuro, lleva camisa blanca y utiliza corbata negra también, hay algo de aquel muchacho que él trae consigo, en la foto que aporta a este relato de su propia niñez. Ese niño recuerda a su padre, para hablar de sí mismo.
“Recuerdo mucho las actitudes de mi padre con nosotros, que además éramos sus alumnos en el instituto. Nos intentaba enseñar a todos que nos teníamos que limpiar los dientes, era imprescindible que lleváramos las manos limpias, las uñas recortadas, que estuviéramos bien peinados... Cuando nos dormíamos en clase, nos castigaba a lavarnos la cara en la fuente y nos pasaba revista a las manos”.
Ahora se lava, se mira las uñas, se las recorta, se peina: delante del espejo, cada día, Blecua es el niño que su padre ayudó a hacer. “Aquel era un tiempo como el que describe Rafael Azcona en sus guiones. Pobreza, no había nada, tristeza en la calle, melancolía en las casas. Comíamos boniatos, siempre comíamos boniatos. Cuando pudo, mi padre ya no volvió a comer boniato nunca más, pero a mí me parecía una cena estupenda. Él los odió para siempre”.
Sobre las cenas y los días sobrevolaba el miedo. El miedo que implantó la dictadura, la incertidumbre atroz de una posguerra en la que se bisbiseaba la política. “El miedo era muy triste... Pero había otras cosas que nos daban una extraordinaria felicidad. El fútbol, por ejemplo. Las retransmisiones de Matías Prats. La radio fue magnífica para nosotros”.
El instituto era la vida, o al menos la realidad. “Una mezcla muy poderosa de clases; había chicos que no tenían zapatos, aunque en algunos casos sus padres tuvieran dinero en sus casas, pero iban a la escuela así. Era un pequeño cosmos que permitía elevar la anécdota a categoría y aprender a vivir sobre la marcha. Por ejemplo, era frecuente que no tuviéramos pelota para jugar al fútbol y hacíamos una de trapo, así jugábamos, aprendiendo a hacer utilidades de las carencias”.
Aprendió el mundo, que diría Juan José Millás. Pero eso no era suficiente. La imaginación fue enseguida el sustento del niño Blecua. “Éramos lectores desde muy chicos. Mi abuelo Antonio nos compraba El Coyote todas las semanas, y en los veranos descubrí las bibliotecas. Había una municipal, que llevaba don Arsenio, el maestro”. Ahí descubrió Kim de la India, de Kipling... “En casa teníamos la colección Araluce... Mary Luz Morales adaptó clásicos como Los argonautas o La Ilíada y La Odisea, ese fue el camino del conocimiento literario”.
El padre era, como el Blecua que ahora se mira en el espejo por si aquel lo fuera a revisar, un hombre trabajador y ordenado, “que iba todos los días del año a tomarse el café con los amigos del casino...”. Había boniatos, y a veces había morcillas que el padre e Ynduráin encontraban. En una de esas tiendas, el padre compró “una gabardina inmensa con la que iba a comprar el pan negro del estraperlo...”.
Hay un momento en la que ya el niño deja de serlo. Blecua tuvo ese momento. “Fue una semana en la que preparaba la reválida. Había unos temas que tenía que estudiar, entre los que se incluían algunas biografías. Ahí leí el primer artículo que recuerdo de Ildefonso Manuel Gil que no olvidaré nunca; era sobre Bécquer. Ahí me di cuenta de que el mundo del conocimiento era muy complejo, y obligaba a esforzarse mucho para tratar de dominarlo. En ese momento se terminó mi infancia. Tenía 17 años”.
Pero realmente aquel joven Blecua jamás dejó de ser un niño. Por lo menos durante la carrera. “Las oposiciones ya te obligan a ser adulto... Pero sí, es cierto, mi infancia duró mucho, porque uno en el fondo siempre es un niño, lo sabemos todos”. Trajo consigo su fotografía de niño Blecua, y ahí, si miras bien a los ojos, risueños y curiosos, rodeados de los rizos infantiles, hallas al Blecua de hoy, que acude muy pulcro y muy solemne a actividades a las que seguramente asiste con el niño que fue. Aquel niño, por cierto, comparte con él, aún, el disgusto por los horarios. Por eso es tan puntual.
En esa mirada hay una picardía que viene del abuelo paterno, Manolo, o Manolito, “era el perejil de todas las salsas, un nadador estupendo, nos enseñaba a preparar caracoles, que recogía en el cementerio de Alcolea, decía que esos eran los mejores; contaba chistes verdes divertidísimos y le gustaba ir a los cafés-cantante. Y a los treinta años decidió que ya no trabajaría nunca más”. El abuelo regentaba una pensión, y unos gritos le bastaban para ponerla en marcha. “Con el abuelo materno, Antonino, los chicos tomábamos el vermut, era el que nos compraba los tebeos”. Las abuelas vestían de negro. El otro color que también vistió aquella infancia.
Para ir al instituto, este zaragozano de 1939 tenía que cruzar la ciudad, caminando, de lado a lado; dos horas para ir, dos horas para volver, y así por la mañana, al mediodía, por la tarde, al atardecer. Su padre, José Manuel también, profesor, su maestro, los llevaba de la mano, paso a paso, cuando los cortes de luz impedían el uso del tranvía. “El tranvía era el mundo”.
En ese espacio que él asocia con la libertad de los veranos y con la dureza de los inviernos conoció también el racionamiento. “Teníamos un tío escolapio que no fumaba y todos los hombres de la familia se repartían el tabaco que él acopiaba”.
Esa inclemencia que convirtió el periodo en una especie de noche del siglo tenía muy preocupados a los adultos, “así que nosotros hacíamos lo que nos daba la gana... La anatomía de ese instante por una parte es la dureza de la vida, y por otra, la del encanto de vivir en libertad... Se podía jugar al fútbol en la calle e ir en bicicleta”. Y ese era el paraíso, “al que uno podía llegar antes que ahora”.
Zaragoza era el curso; como entonces el padre y los chicos tenían las mismas vacaciones, los Blecua se iban a Ágreda, en Soria, y ahí, en cierto modo, se hizo el filólogo. “Trillábamos, qué niño trillaría ahora, y eso me sirvió luego para mis estudios de dialectología. Lo que oía decir”. Blecua aprendió en Ágreda a nombrar las cosas del campo. “Nosotros éramos niños que sabíamos trillar, pescar cangrejos, cocinar algunas cosas o poner la rueda de un tractor. Y los niños de ciudad no sabían eso”.
Nombrar y vivir. “Vivir al aire libre era algo maravilloso, o llevar las vacas al abrevadero... Esa doble vida, la de pescar, cazar, trabajar y disfrutar del campo por el día, y la libertad de caminar por las noches bajo el cielo del verano es lo que recuerdo de ese instante”. Y ese instante se parece, del todo, al recuerdo de la infancia. José Saramago decía que uno va con el niño que fue. En la mirada de este señor que ahora viste traje oscuro, lleva camisa blanca y utiliza corbata negra también, hay algo de aquel muchacho que él trae consigo, en la foto que aporta a este relato de su propia niñez. Ese niño recuerda a su padre, para hablar de sí mismo.
“Recuerdo mucho las actitudes de mi padre con nosotros, que además éramos sus alumnos en el instituto. Nos intentaba enseñar a todos que nos teníamos que limpiar los dientes, era imprescindible que lleváramos las manos limpias, las uñas recortadas, que estuviéramos bien peinados... Cuando nos dormíamos en clase, nos castigaba a lavarnos la cara en la fuente y nos pasaba revista a las manos”.
Ahora se lava, se mira las uñas, se las recorta, se peina: delante del espejo, cada día, Blecua es el niño que su padre ayudó a hacer. “Aquel era un tiempo como el que describe Rafael Azcona en sus guiones. Pobreza, no había nada, tristeza en la calle, melancolía en las casas. Comíamos boniatos, siempre comíamos boniatos. Cuando pudo, mi padre ya no volvió a comer boniato nunca más, pero a mí me parecía una cena estupenda. Él los odió para siempre”.
Sobre las cenas y los días sobrevolaba el miedo. El miedo que implantó la dictadura, la incertidumbre atroz de una posguerra en la que se bisbiseaba la política. “El miedo era muy triste... Pero había otras cosas que nos daban una extraordinaria felicidad. El fútbol, por ejemplo. Las retransmisiones de Matías Prats. La radio fue magnífica para nosotros”.
El instituto era la vida, o al menos la realidad. “Una mezcla muy poderosa de clases; había chicos que no tenían zapatos, aunque en algunos casos sus padres tuvieran dinero en sus casas, pero iban a la escuela así. Era un pequeño cosmos que permitía elevar la anécdota a categoría y aprender a vivir sobre la marcha. Por ejemplo, era frecuente que no tuviéramos pelota para jugar al fútbol y hacíamos una de trapo, así jugábamos, aprendiendo a hacer utilidades de las carencias”.
Aprendió el mundo, que diría Juan José Millás. Pero eso no era suficiente. La imaginación fue enseguida el sustento del niño Blecua. “Éramos lectores desde muy chicos. Mi abuelo Antonio nos compraba El Coyote todas las semanas, y en los veranos descubrí las bibliotecas. Había una municipal, que llevaba don Arsenio, el maestro”. Ahí descubrió Kim de la India, de Kipling... “En casa teníamos la colección Araluce... Mary Luz Morales adaptó clásicos como Los argonautas o La Ilíada y La Odisea, ese fue el camino del conocimiento literario”.
La casa era un trasiego de maestros, entre los que destacaban Ricardo Guyón y Francisco YnduráinLos niños van viendo a los padres desde abajo, hasta que ya los miran a los ojos. “Cuando eran novios, mi padre era catedrático de un instituto de la República, en la comarca de Cuevas del Almanzora. El 18 de julio fue a ver a su novia a Zaragoza, ahí le sorprendió la guerra y no pudo volver a Cuevas del Almanzora. Se casaron en plena guerra, cuando mi madre tenía 21 años”. El padre era un modesto profesor de instituto, pero por su casa pasaba el mundo. Ramón J. Sender, paisano exiliado, les mandó a los chicos Blecua unos pantalones vaqueros “de los que estábamos orgullosísimos”, y la casa era un trasiego de maestros, entre los cuales fueron muy destacadas las amistades del profesor Ricardo Gullón y Francisco Ynduráin. “Teníamos un padre que viajaba mucho por el mundo, pero era un padre normal que nos llevaba al fútbol los domingos”. La madre, Irene, “era muy dulce, generosa; murió muy pronto, cuando tenía poco más de cincuenta años”.
El padre era, como el Blecua que ahora se mira en el espejo por si aquel lo fuera a revisar, un hombre trabajador y ordenado, “que iba todos los días del año a tomarse el café con los amigos del casino...”. Había boniatos, y a veces había morcillas que el padre e Ynduráin encontraban. En una de esas tiendas, el padre compró “una gabardina inmensa con la que iba a comprar el pan negro del estraperlo...”.
Hay un momento en la que ya el niño deja de serlo. Blecua tuvo ese momento. “Fue una semana en la que preparaba la reválida. Había unos temas que tenía que estudiar, entre los que se incluían algunas biografías. Ahí leí el primer artículo que recuerdo de Ildefonso Manuel Gil que no olvidaré nunca; era sobre Bécquer. Ahí me di cuenta de que el mundo del conocimiento era muy complejo, y obligaba a esforzarse mucho para tratar de dominarlo. En ese momento se terminó mi infancia. Tenía 17 años”.
Pero realmente aquel joven Blecua jamás dejó de ser un niño. Por lo menos durante la carrera. “Las oposiciones ya te obligan a ser adulto... Pero sí, es cierto, mi infancia duró mucho, porque uno en el fondo siempre es un niño, lo sabemos todos”. Trajo consigo su fotografía de niño Blecua, y ahí, si miras bien a los ojos, risueños y curiosos, rodeados de los rizos infantiles, hallas al Blecua de hoy, que acude muy pulcro y muy solemne a actividades a las que seguramente asiste con el niño que fue. Aquel niño, por cierto, comparte con él, aún, el disgusto por los horarios. Por eso es tan puntual.
En esa mirada hay una picardía que viene del abuelo paterno, Manolo, o Manolito, “era el perejil de todas las salsas, un nadador estupendo, nos enseñaba a preparar caracoles, que recogía en el cementerio de Alcolea, decía que esos eran los mejores; contaba chistes verdes divertidísimos y le gustaba ir a los cafés-cantante. Y a los treinta años decidió que ya no trabajaría nunca más”. El abuelo regentaba una pensión, y unos gritos le bastaban para ponerla en marcha. “Con el abuelo materno, Antonino, los chicos tomábamos el vermut, era el que nos compraba los tebeos”. Las abuelas vestían de negro. El otro color que también vistió aquella infancia.
viernes, 2 de noviembre de 2012
Había una vez una gallina roja llamada Marcelina,
Había una vez una gallina roja llamada
Marcelina, que vivía en una granja rodeada de muchos animales. Era
una granja muy grande, en medio del campo. En el establo vivían las
vacas y los caballos; los cerdos tenían su propia cochiquera. Había
hasta un estanque con patos y un corral con muchas gallinas. Había
en la granja también una familia de granjeros que cuidaba de todos
los animales.
Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja, encontró un grano de trigo. Pensó que si lo sembraba crecería y después podría hacer pan para ella y todos sus amigos.
-¿Quién me ayudará a sembrar el trigo? les preguntó.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, pues lo sembraré yo, dijo la gallinita.
Y así, Marcelina sembró sola su grano de trigo con mucho cuidado. Abrió un agujerito en la tierra y lo tapó. Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró, convirtiéndose en una bonita planta.
-¿Quién me ayudará a segar el trigo? preguntó la gallinita roja.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, si no me queréis ayudar, lo segaré yo, exclamó Marcelina.
Y la gallina, con mucho esfuerzo, segó ella sola el trigo. Tuvo que cortar con su piquito uno a uno todos los tallos. Cuando acabó, habló muy cansada a sus compañeros:
-¿Quién me ayudará a trillar el trigo?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo trillaré yo.
Estaba muy enfadada con los otros animales, así que se puso ella sola a trillarlo. Lo trituró con paciencia hasta que consiguió separar el grano de la paja. Cuando acabó, volvió a preguntar:
-¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en harina?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo llevaré y lo amasaré yo, contestó Marcelina.
Y con la harina hizo una hermosa y jugosa barra de pan. Cuando la tuvo terminada, muy tranquilamente preguntó:
- Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? volvió a preguntar la gallinita roja.
-¡Yo, yo! dijo el pato.
-¡Yo, yo! dijo el gato.
-¡Yo, yo! dijo el perro.
-¡Pues NO os la comeréis ninguno de vosotros! contestó Marcelina. Me la comeré yo, con todos mis hijos. Y así lo hizo. Llamó a sus pollitos y la compartió con ellos
Un día la gallinita roja, escarbando en la tierra de la granja, encontró un grano de trigo. Pensó que si lo sembraba crecería y después podría hacer pan para ella y todos sus amigos.
-¿Quién me ayudará a sembrar el trigo? les preguntó.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, pues lo sembraré yo, dijo la gallinita.
Y así, Marcelina sembró sola su grano de trigo con mucho cuidado. Abrió un agujerito en la tierra y lo tapó. Pasó algún tiempo y al cabo el trigo creció y maduró, convirtiéndose en una bonita planta.
-¿Quién me ayudará a segar el trigo? preguntó la gallinita roja.
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, si no me queréis ayudar, lo segaré yo, exclamó Marcelina.
Y la gallina, con mucho esfuerzo, segó ella sola el trigo. Tuvo que cortar con su piquito uno a uno todos los tallos. Cuando acabó, habló muy cansada a sus compañeros:
-¿Quién me ayudará a trillar el trigo?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo trillaré yo.
Estaba muy enfadada con los otros animales, así que se puso ella sola a trillarlo. Lo trituró con paciencia hasta que consiguió separar el grano de la paja. Cuando acabó, volvió a preguntar:
-¿Quién me ayudará a llevar el trigo al molino para convertirlo en harina?
- Yo no, dijo el pato.
- Yo no, dijo el gato.
- Yo no, dijo el perro.
- Muy bien, lo llevaré y lo amasaré yo, contestó Marcelina.
Y con la harina hizo una hermosa y jugosa barra de pan. Cuando la tuvo terminada, muy tranquilamente preguntó:
- Y ahora, ¿quién comerá la barra de pan? volvió a preguntar la gallinita roja.
-¡Yo, yo! dijo el pato.
-¡Yo, yo! dijo el gato.
-¡Yo, yo! dijo el perro.
-¡Pues NO os la comeréis ninguno de vosotros! contestó Marcelina. Me la comeré yo, con todos mis hijos. Y así lo hizo. Llamó a sus pollitos y la compartió con ellos
«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»
«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»
Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.
Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: «Pareces un pardal*».
Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.
«i Ya verás cuando vayas a la escuela»
Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua un ni jato ni jracias. «Todas las mañanas teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo**. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!» Si de verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la
*En gallego, gorrión. (N. de la T.)
**En castellano en el original.
Manuel Rivas
La lengua de las mariposas
Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.
Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de basura y hojas secas, el que me puso el apodo: «Pareces un pardal*».
Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.
«i Ya verás cuando vayas a la escuela»
Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no dijesen ajua un ni jato ni jracias. «Todas las mañanas teníamos que decir la frase Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo**. ¡Muchos palos llevamos por culpa de Juadalagara!» Si de verdad me quería meter miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de pared en la sala con la
*En gallego, gorrión. (N. de la T.)
**En castellano en el original.
Manuel Rivas
La lengua de las mariposas
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