Leer, recitar, declamar (II)
La
lectura de los versos, decíamos, puede hacerse (el verbo técnico es
“ejecutarse”) como uno quiera; pero si lo hace para ser escuchado por otras
personas conviene atenerse a las pautas de los versos leídos, que no son otras
que las de convertir una expresión lingüística en expresión lingüística
“artística”, es decir, original y con pretensiones de duradera. Intenta no
quemarse y consumirse según se va diciendo o leyendo; por la gracia de cómo se
ha configurado queda como objeto al que se puede volver.
La lectura
de los versos, en realidad, posee una partitura mínima que es, precisamente y
tautológicamente, la de que son “versos”, es decir, un formato que se opone a
“prosa” (no a “poesía”, por cierto).
Una
lectura de una serie de versos como si fueran prosa, es decir, haciendo caso
omiso de su forma es una lectura falsa, desviada, degradada.
Si
no se debe omitir en la lectura –recitado o declamación– que se trata de
versos, lo único que cabe hacer es aceptar naturalmente los elementos sonoros
que así lo señalan: el ritmo, las sucesión de segmentos fonéticos semejantes o
proporcionados, la rima, etc. Una poesía que contenga todos esos elementos, por
ejemplo un sonoro poema romántico, señala inequívocamente –incluso, pensamos
hoy, exageradamente– que se trata de un lenguaje artístico tipo versos.
La
evolución de la poesía, arrastrada por la evolución de los gustos, el sentido
estético, etc. ha ido perdiendo, sin embargo, muchos de esos elementos. Ya hubo
en sus comienzos versos que no rimaban (“versos blancos”), como la epístola de
Garcilaso a Boscán, pero que mantenían otros recursos, como el abanico de
ritmos, la sucesión de segmentos iguales, las estrofas, etc. Una lectura
pausada de esa elegía permite percibir a poco de su comienzo que se trata de “versos”.
La modalidad del verso blanco, sin embargo, reapareció con fuerza muy a finales
del siglo XIX y se propagó como modalidad preferida durante muchos periodos del
siglo XX. Creo que hoy vuelve a ser dominante: versos sin rima, versos blancos;
aunque nunca ha desaparecido el verso rimado.
Si
desaparece la rima, decíamos, la estructura versal se mantiene porque así lo
escribe el versificador cuando deja espacios finales en blanco y termina una
secuencia sin agotar a veces el renglón que la inició, en otras ocasiones tampoco
termina con el verso la frase o parte de la frase que había comenzado
(“encabalgamiento”). Desde el punto de vista de la escritura aquello está
claro: son versos. Sin embargo, si se lee, recita o declama y se trata de
versos blancos, ¿cómo sabe quien los escucha que eso son versos? En el caso de
buenos versificadores puede haberse mantenido la estructura rítmica, el oído
atento percibiría perfectamente una
sucesión de sáficos formando una serie de tercetos o una estrofa del mismo
nombre; incluso puede percibir el juego de esa estrofa con tres endecasílabos y
un penta o heptasílabo.
Sin
embargo, también en la poesía moderna posterior al dodecafonismo –es decir a Eternidades, de Juan Ramón Jiménez– se
prescindió de ritmos tradicionales: primero se ensayó con otros, y luego se dio
entrada a todos. El resultado es que cualquier ritmo terminó por ser válido
para cualquier verso. Se trata de un fenómeno que todas las artes han conocido
y que explica la práctica del arte abstracto, de la música clásica del siglo
XX, etc. Desemboca en un panorama que, me parece, no era el deseado: de desechar
la tradición y la factura técnica se pasa a crear sin “saber” ni la tradición
ni la factura técnica, que finalmente no es que se deseche, sino simplemente
que se ignora.
En
todo caso, para nuestro lector y para quien le escucha: si los versos no tienen
rima, no poseen estructura rítmica reconocible como artística, no presentan
sucesión de segmentos sonoros reconocibles más allá de su tipografía.... si eso
es así y se leen como prosa, el lector ejecuta mal la partitura del
versificador, pues no respeta el único elemento formal que lo mantiene como
tal: el final que, en transmisión oral,
habrá de señalarse, obligatoriamente, como pausa. La pausa es el único elemento
teóricamente válido para esa función, cuando faltan los restantes, incluso los
sustitutorios que hayan podido venirnos a auxiliar desde el campo semántico
(por ejemplo, las anáforas de todo tipo).
Y
así se llega a la ejecucion de aquella pausa o final de verso, señalada por la
habilidad del lector, discretamente marcada o incluso desaparecida cuando otros
elementos métricos –por ejemplo, la rima– señalan la estructura versal.
La
mayor dificultad de ejecución ocurrirá cuando la pausa versal tropiece con una entonación
marcado por la sintaxis y el significado, interrumpiéndola, es decir, en lo que
se ha llamado encabalgamiento. La
ejecución entonces debe realizar la pausa sin hacer descender la entonación,
que se retoma a esa misma altura al ejecutar el verso siguiente. Si no fuera
una contradicción, diríamos que la pausa mantiene la entonación, la suspende.
Un
caso muy peculiar y bastante complejo, pero que se basa en los mismos
supuestos, es el del recitado o
parlamento dramático, cuando el texto está en verso, por ejemplo, en el teatro
clásico español.
La ejecución
con estas condiciones se va logrando a partir de una lectura lenta, al comienzo
muy lenta, que permita la fluidez verbal poco a poco y no pierda en ningún caso
ni el ritmo ni la entonación.
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