Esta segunda entrega hernandiana no es una simple prolongación de la
que hizo Joan Manuel Serrat hace 38 años. Supone algo distinto, una
relectura atenta, que amplía y enriquece considerablemente la primera.
Mucho ha cambiado entre tanto la percepción del poeta. Cuando
murió, en 1942, su obra impresa no llegaba a las 500 páginas. De ellas,
el franquismo sólo permitió la libre circulación de unas 200. Y hubo que
esperar a 1960 para que la edición argentina de Losada alcanzase el
millar. Sobre ese corpus se asentaba aquel álbum, que tantos caminos
abrió.
Las Obras completas aparecidas en 1992 acrecentaron al escritor
hasta las 2.500 páginas. Ese es el Hernández espigado para culminar
Hijo de la luz y de la sombra, donde el cantautor no ha dudado en
arriesgarse, yendo a buscar los versos hasta los rincones más
escondidos. Y si ya en 1972 se habían rehuido tantas obviedades, ahora
se ha ido todavía más lejos, ensanchando todos los registros: poemas
de adolescencia, formación y tanteo; de tránsito, experimentación y
plenitud; de repliegue, depuración y balance.
El arranque, “Uno de aquellos”, se basa en un soneto en
alejandrinos incluido en Viento del pueblo, “Al soldado internacional
caído en España”. La adaptación, nada fácil, ha preservado su
empaque, la poderosa osamenta épica, subrayada por instrumentos
como la trompa. Pero los acordes encomendados a la guitarra rinden
homenaje a los folksingers estadounidenses y los combatientes de la
Brigada Lincoln (uno de cuyos integrantes, por cierto, colaboró con
Hernández para convertir sus versos en canciones). Y en su apoyo
acude un sonido tan paisano y cotidiano como la armónica, instrumento
que tocaba el poeta para entretener sus soledades de cabrero.
Temáticamente esta pieza inicial guarda afinidad con “Si me
matan bueno: si vivo mejor”, extraído de la obra de teatro bélico
Pastor de la muerte. Sin embargo, en lo musical es otra historia. Aunque
existan vínculos entre el Caribe y el folk americano --como la
Guantanamera de Pete Seeger— el arrimo a los sones cubanos de esta
composición evoca a Pablo de la Torriente, un brigadista de esa
nacionalidad, muy querido por Miguel.
También fluye una corriente subterránea entre los poemas
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juveniles “Del ay al ay por el ay” y “Dale que dale”. Serrat ha captado
con no poca sutileza esa veta que discurre bajo toda la obra
hernandiana. Una raíz que arranca de su temprana afición al flamenco
en Orihuela, para prolongarse en la pena negra de El rayo que no cesa y
desembocar --ya a tumba abierta-- en la etapa carcelaria. Un venero que
en el segundo tema aflora de modo explícito en las apoyaturas vocales
de Miguel Poveda.
La zona de sombra que contrapuntea este disco se acentúa con
“El hambre”, de El hombre acecha, libro donde las esperanzas se
gangrenan por fricción con la inminente derrota. Y termina dándose de
bruces en “El mundo de los demás”, tan opaco y desasosegante,
marcando la traslación desde el combate y los versos proferidos hasta el
intimismo donde apenas se susurran.
Este último registro enlaza un tema del novio primerizo, “Tus
cartas son un vino”, con dos de esa etapa postrera. Son apuntes
despojados e inermes, que oscilan entre la levedad de “Cerca del
agua” --una desleída acuarela— y el más esperanzado de “Sólo quien
ama vuela”.
Entre medio, se despliega todo un mundo de claroscuros y
contrastes. La “Canción del esposo soldado”, de Viento del pueblo,
ha de transcribir el desgarro de quien se siente tan capaz de propagar la
vida como de dar la muerte. Mientras que “La palmera levantina”, con
su merodeo instrumental, traduce la ardua polimetría y continuo trasiego
metafórico del luminoso original escrito por un Miguel casi adolescente.
Y en “Las desiertas abarcas” se van desgranando desengaños en una
dicción próxima a los registros más melodramáticos de la copla.
El insuperable cierre lo pone la canción “Hijo de la luz y de la
sombra”, convertido ya en una de las cumbres de Serrat, con su
magistral condensación del extenso poema original. Todo rezuma
plenitud en ella, a través de su intenso recitativo, celebrando el
sacramento de la vida, ese pozo de misterio donde se transmiten y
sellan las estirpes, el imán de los cuerpos proyectados hasta la
dimensión cósmica de la que proceden.
Miguel Hernández llegó a concebir su poesía como un itinerario
desde el negro de la tinta hasta el cárdeno de la sangre. No se refería
sólo ni principalmente a la vertida en las trincheras, sino a la que nutría
los sentimientos y enfebrecía los tinteros hasta volverlos rojos y
trémulos, en pudorosa metáfora del corazón. Pues un similar proceso de
madurez puede advertirse entre los dos discos que le ha dedicado el
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cantante, desde aquel primero de luto riguroso a este otro en negro y
rojo.
Con todo, quizá existan algunos elementos de continuidad. Los
rescoldos de aquel espíritu colectivo, generoso y solidario, que hizo
posible la Transición. Y que aquí ha cuajado en el DVD Imágenes en
busca de un poeta, donde se han implicado algunos de los más
destacados profesionales del cine español. Un tributo al poeta, sin duda.
Pero también a todo lo que Joan Manuel Serrat representa en nuestras
vidas.
Ese remate otorga al conjunto una dimensión excepcional, la de
un proyecto difícilmente repetible, que carece de antecedentes. Quien
acceda a los tres discos --el de 1972, este CD y el DVD que lo
acompaña-- obtendrá un entrelazo de palabras, músicas e imágenes de
las que resulta un Miguel Hernández en tres dimensiones. El raro
milagro de este Hijo de la luz y de la sombra.
Agustín Sánchez Vidal
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